ACLARACIÓN SOBRE LA CRONOLOGÍA
Ha pasado mucho tiempo entre libro y libro, ya lo sé, así que quizá se imponga recordar unas cuantas cosas. El libro que tenéis entre manos es el quinto volumen de
Canción de hielo y fuego. El cuarto fue
Festín de cuervos, pero este libro no es una continuación en el sentido tradicional, ya que la acción es simultánea. Tanto
Danza como
Festín retoman la trama inmediatamente después de los acontecimientos narrados en
Tormenta de espadas, el tercer volumen de la serie.
Festín se centra en lo que sucede en Desembarco del Rey y sus alrededores, así como en Dorne y las Islas del Hierro, mientras que
Danza nos transporta al norte, hasta el Castillo Negro, el Muro y más allá, y también al otro lado del mar Angosto, a Pentos y la bahía de los Esclavos, para retomar las vivencias de Tyrion Lannister, Jon Nieve, Daenerys Targaryen y todos esos personajes que echasteis de menos en el volumen anterior. Son dos libros paralelos, no consecutivos, que no se dividen por la cronología, sino por la geografía. Aunque solo hasta cierto punto.
Danza de dragones es más largo que
Festín de cuervos y cubre un periodo mayor. En la segunda mitad de este libro veréis que reaparecen personajes de
Festín de cuervos. Eso significa exactamente lo que significa: que la narración ha avanzado más allá del punto en que terminaba
Festín, y los dos hilos han vuelto a unirse. A continuación llegará
Vientos de invierno, donde espero que volvamos a temblar de frío todos juntos.
George R. R. Martin
Abril de 2011
PRÓLOGO
La noche apestaba a hombre.
El cambiapieles se detuvo al pie de un árbol y olisqueó, con el pelaje pardusco moteado de sombras. Una ráfaga del viento que soplaba entre los pinos llevó hasta él el olor del hombre, por encima de otros más sutiles que hablaban del zorro y la liebre, de la foca y el venado, incluso del lobo. Sabía que estos también eran olores del hombre: el hedor de pieles viejas, muertas, agriadas, casi sofocado por otros más intensos: los del humo, la sangre y la putrefacción. Solo el hombre despojaba a otras bestias de su piel y usaba sus cueros y pelajes para vestirse.
Los cambiapieles no temían al hombre como lo temían los lobos. El odio y el hambre se le agolparon en el vientre, y dejó escapar un gruñido grave para llamar a su hermano tuerto y a su hermana menuda y astuta. Se lanzó corriendo entre los árboles, y su manada lo siguió de cerca. Los otros también habían captado el olor. Mientras corrían, veía por los ojos de sus acompañantes y se divisaba a sí mismo al frente. El aliento de la manada se alzaba en bocanadas cálidas y blancas que brotaban de las alargadas fauces grises. Se les había formado hielo entre los dedos, duro como la piedra, pero había empezado la cacería; la presa aguardaba.
«Carne», pensó el cambiapieles.
Por sí mismo, el hombre era poca cosa. Grande y fuerte, sí, y con buena vista, pero corto de oído e insensible a los olores. El ciervo, el alce y hasta la liebre eran más veloces; el oso y el jabalí, más fieros. Sin embargo, en manada, los hombres eran peligrosos. Cuando estuvieron más cerca de la presa, el cambiapieles oyó el berrido de un cachorro, el crujido de la nieve caída la noche anterior al quebrarse bajo las torpes patas del hombre, el tableteo de las pieles duras y las largas zarpas grises que llevaban los hombres.
«Espadas —le susurró una voz en su interior—. Lanzas.»
A los árboles les habían salido dientes de hielo que los amenazaban desde las ramas desnudas. Un ojo avanzó veloz por la maleza, levantando la nieve a su paso. La manada lo siguió colina arriba, ladera abajo, hasta que ya no hubo más bosque y tuvo a los hombres ante sí. Uno era hembra, y el bulto envuelto en pieles al que se aferraba era su cachorro.
«Déjala para después; los peligrosos son los machos», le susurró la voz. Se rugían entre sí como era habitual en los hombres, pero el cambiapieles olió su terror. Uno llevaba un colmillo de madera tan alto como él mismo. Se lo lanzó, pero le temblaba la mano, y el colmillo le pasó volando por encima de él.
La manada cayó sobre ellos.
Su hermano tuerto derribó al lanzadientes contra un ventisquero y le desgarró el cuello mientras se debatía. Su hermana, sigilosa, se situó tras el otro macho y lo atacó por la espalda. De esa manera solo quedaron para él la hembra y el cachorro.
La hembra también tenía un colmillo, pequeño y de hueso, pero lo soltó en cuanto las fauces del cambiapieles se cerraron alrededor de su pierna. Cayó rodeando con ambos brazos al escandaloso cachorro. No era más que piel y huesos bajo la ropa, pero tenía las mamas llenas de leche. La carne más tierna era la del cachorro. El lobo guardó los trozos más sabrosos para su hermano. La nieve helada fue tiñéndose de rosa y rojo en torno a los cadáveres a medida que la manada se llenaba la barriga.
A leguas de allí, en una choza de adobe y hierba seca sin paredes interiores, con suelo de tierra batida y techo de paja con un agujero para el humo, Varamyr se estremeció, tosió y se humedeció los labios. Tenía los ojos enrojecidos, los labios agrietados y la garganta seca como la arena, pero el sabor de sangre y grasa le impregnaba la boca aunque su vientre hinchado pedía comida a gritos.
«Carne de bebé —pensó acordándose de Chichón—. Carne humana.»
¿Había caído tan bajo como para ansiar carne humana? Casi le parecía oír la voz gruñona de Haggon: «El hombre come carne de animales y los animales comen carne de hombre, pero el hombre que come carne de hombre es una abominación».
«Abominación. —La palabra favorita de Haggon—. Abominación, abominación, abominación.» Comer carne humana era una abominación; aparearse como lobo con otro lobo era una abominación; apoderarse del cuerpo de otra persona era la peor abominación posible.
«Haggon era débil y tenía miedo de su propio poder. Murió solo y lloriqueando, y no hasta que le arranqué la segunda vida. —El propio Varamyr había devorado su corazón—. Fue mucho lo que me enseñó, sin duda. Lo último que aprendí de él fue el sabor de la carne humana.»
Pero eso había sido como lobo. Nunca había comido carne humana con dientes de hombre. Aun así, no reprochaba a la manada el banquete que se había dado. Los lobos estaban tan hambrientos como él: flacos, helados, famélicos; en cuanto a su presa...
«Dos hombres y una mujer con un bebé; huían de la derrota a la muerte. De cualquier manera, no habrían tardado en morir de frío o inanición. Esto ha sido mejor, más rápido. Misericordioso.»
—Misericordioso —repitió en voz alta.
Tenía la garganta seca, pero era agradable oír una voz humana, aunque fuera la suya. El aire apestaba a moho y humedad; el suelo era frío y duro, y la hoguera proporcionaba más humo que calor. Se acercó a las llamas tanto como se atrevió, entre toses y estremecimientos. Le dolía el costado, allí donde se le había abierto la herida. La sangre le había empapado los calzones hasta la rodilla antes de secarse para formar una costra dura y pardusca.
—Te he cosido como mejor he podido —le había advertido Abrojo—, pero ahora tienes que reposar para que cicatrice, o se te volverán a abrir las carnes.
Abrojo había sido su última acompañante: una mujer de las lanzas, dura como una raíz recrecida, llena de verrugas, de piel curtida. Los demás los habían ido abandonando por el camino: uno a uno se fueron quedando atrás, o se les adelantaron rumbo a sus antiguas aldeas, o hacia el Agualechosa, o a Casa Austera, o hacia una solitaria muerte en el bosque. No le importaba gran cosa qué suerte hubieran corrido.
«Debería haberme apoderado de alguno. De uno de los gemelos, o del grandullón de las cicatrices, o del joven pelirrojo.» Pero le había dado miedo. otra persona podría haberse dado cuenta, y entonces se habrían vuelto contra él y lo habrían matado. Las palabras de Haggon pesaban demasiado, y dejó escapar la ocasión.
Habían sido millares los que llegaron al bosque tras la batalla: hombres y mujeres tambaleantes, hambrientos, asustados, que huían de la carnicería del Muro. Algunos hablaban de volver a las casas que habían dejado atrás y otros de preparar un segundo ataque contra la puerta, pero casi todos estaban perdidos, desorientados, sin la menor idea de adónde ir ni qué hacer. Habían logrado escapar de los cuervos de capa negra y de los caballeros de acero gris, pero en el bosque los acechaban enemigos mucho más implacables. Cada día que pasaba dejaba más cadáveres a lo largo de los senderos. Unos morían de hambre; otros, de frío; otros sucumbían a la enfermedad. A algunos los mataban quienes habían sido sus hermanos de armas en el viaje hacia el sur con Mance Rayder, el Rey-más-allá-del-Muro.
«Mance ha caído», se decían los supervivientes con desesperación. «Mance está prisionero.» «Mance ha muerto.»
—Harma ha muerto y a Mance lo han capturado; los demás huyeron y nos abandonaron —le había explicado Abrojo mientras le cosía la herida—. Tormund, el Llorón, Seispieles, todos esos valientes... ¿Dónde están?
«No sabe quién soy —comprendió Varamyr en aquel momento—. Claro, ¿cómo iba a reconocerme? —Sin sus bestias no tenía nada de grandioso—. Yo era Varamyr Seispieles; compartí el pan con Mance Rayder. —Había elegido para sí el nombre de Varamyr a los diez años—. Un nombre digno de un señor, un nombre para las canciones, un nombre poderoso y temible.» Y aun así había huido de los cuervos como un conejo aterrado. El temible lord Varamyr se había acobardado, pero no estaba dispuesto a permitir que ella lo supiera, así que le dijo a la mujer de las lanzas que se llamaba Haggon. Más tarde se preguntaría por qué había elegido aquel nombre de entre todos los posibles. «Me comí su corazón y me bebí su sangre, y aun así sigue persiguiéndome.»
Un día, mientras huían, llegó un flaco caballo blanco al galope, y su jinete les gritó que tenían que dirigirse hacia el Agualechosa, que el Llorón estaba organizando un grupo de guerreros para cruzar el puente de las Calaveras y tomar la Torre Sombría. Muchos lo siguieron; muchos más, no. Más adelante, un guerrero de gesto adusto cubierto de pieles y ámbar fue de hoguera en hoguera para instar a los supervivientes a que se dirigieran al norte y se refugiaran en el valle de los thenitas. Varamyr no llegó a saber por qué se suponía que el valle era un lugar seguro cuando sus propios habitantes lo habían abandonado, pero tuvo cientos de seguidores. otros cientos fueron en pos de la bruja de los bosques, que había tenido una visión de una flota arribada para trasladar al pueblo libre hacia el sur.
—¡Tenemos que buscar el mar! —había gritado Madre Topo, y sus seguidores se encaminaron hacia el este.
De haber tenido más fuerzas, Varamyr habría ido con ellos. Pero el mar era frío y gris, y estaba muy lejos, y sabía que no viviría para verlo. Había estado muerto o moribundo nueve veces, y esa muerte sería la verdadera.
«Una capa de piel de ardilla —recordó—. Me apuñaló por una capa de piel de ardilla.»
Su propietaria había muerto, con la parte trasera de la cabeza destrozada, convertida en pulpa roja y astillas de hueso, pero la capa parecía gruesa y cálida. Estaba nevando y Varamyr había perdido la ropa en el Muro: las pieles con que se arrebujaba para dormir, las prendas interiores de lana, las botas de cuero de oveja, los guantes con forro de pelo, sus reservas de comida e hidromiel, los mechones de cabello que guardaba de las mujeres con las que se acostaba y hasta las pulseras de oro que le había regalado Mance... Lo había perdido todo; todo había tenido que dejarlo atrás.
«Ardí, morí, y luego hui enloquecido de dolor y de miedo. —El mero recuerdo hacía que volviera a avergonzarse, pero no había sido el único en huir. Habían sido muchos otros, cientos, miles—. Habíamos perdido el combate. Habían llegado los caballeros, invulnerables con sus armaduras de acero, y mataban a todo aquel que prefería quedarse y seguir luchando. Había que elegir entre la huida y la muerte.» Pero no había resultado tan fácil escapar de la muerte. Al encontrarse en el bosque con el cadáver de la mujer, Varamyr se arrodilló para quitarle la capa y no vio al niño hasta que saltó de su escondrijo para clavarle en el costado el largo cuchillo de hueso y arrancarle la capa de las manos.
—Era su madre —le explicó Abrojo más adelante, después de que el chico escapara—. Era la capa de su madre, y al ver que se la estabas robando...
—Estaba muerta —replicó Varamyr. Entrecerró los ojos cuando la aguja de hueso le perforó la carne—. Le habían machacado la cabeza; debió ser cosa de un cuervo.
—No fue ningún cuervo, fueron unos pies de cuerno, que lo vi yo. —Tiró de la aguja para cerrarle el tajo del costado—. Son unos salvajes. ¿Quién va a doblegarlos ahora?
«Nadie. Si Mance ha muerto, el pueblo libre está perdido.» Los thenitas, los gigantes, los pies de cuerno, los moradores de las cuevas con sus dientes afilados, los hombres de la orilla oeste con sus carros de hueso... Todos estaban perdidos, hasta los cuervos. Tal vez aquellos cabrones de capa negra no lo supieran aún, pero morirían igual que los demás. El enemigo estaba cada vez más cerca.
La voz rasposa de Haggon volvió a resonar en su mente: «Morirás una docena de muertes, chico, y te dolerán todas, desde la primera hasta la última. Pero, cuando te llegue la muerte verdadera, vivirás de nuevo. Tengo entendido que la segunda vida es más sencilla, más grata».
Varamyr Seispieles no tardaría en comprobarlo personalmente. Notaba el sabor de la muerte verdadera en el humo acre que impregnaba el aire; la sentía en la calidez que palpaban sus dedos cuando se introducía una mano bajo la ropa para tocarse la herida. Además, tenía el frío dentro, un frío implacable que se le había metido en los huesos. En esa ocasión iba a matarlo el frío.
Su última muerte la había causado el fuego.
«Ardí.» Al principio, confuso, creyó que un arquero del Muro le había acertado con una flecha llameante, pero el fuego ya estaba en su interior, consumiéndolo desde dentro. Y el dolor...
Ya había muerto nueve veces. En una ocasión lo atravesó una lanza; en otra fueron los dientes de un oso en el cuello; en otra, la pérdida de sangre al dar a luz a un cachorro muerto. La primera muerte le sobrevino con solo seis años, cuando su padre le destrozó el cráneo con un hacha; pero ni aquello había sido tan atroz como el fuego en las entrañas, chisporroteándole en las alas, devorándolo. Trató de huir volando, pero el pánico avivó las llamas, que ardieron con más virulencia. Un momento atrás estaba muy por encima del Muro, controlando los movimientos de los hombres del suelo con sus ojos de águila. De repente, las llamas le transformaron el corazón en cenizas ennegrecidas y le devolvieron el espíritu a su propia piel entre aullidos. Llegó a perder la razón durante un rato. El mero recuerdo lo hacía estremecer.
Fue entonces cuando advirtió que se había apagado la hoguera.
Solo quedaban unos restos carbonizados de madera con unas pocas ascuas entre las cenizas.
«Aún sale humo; solo falta leña.» Apretando los dientes para contener el dolor, se arrastró hasta el montón de ramas rotas que había juntado Abrojo antes de irse a cazar y echó unos palos a las cenizas.
—Prende —graznó—. Arde, ¡arde!
Sopló sobre las brasas al tiempo que elevaba una plegaria muda a los dioses sin nombre del bosque, la colina y el campo.
Los dioses no respondieron. Poco más tarde, el humo también desapareció. La choza estaba enfriándose por momentos. Varamyr no tenía yesca, pedernal ni incendaja. Le resultaría imposible volver a encender la hoguera.
—Abrojo —llamó con la voz ronca, quebrada por el dolor—. ¡Abrojo!
Era una mujer de barbilla puntiaguda y nariz aplastada, con un enorme lunar en la mejilla del que crecían cuatro cerdas negras. Era un rostro feo, hosco, pero en aquel momento habría dado cualquier cosa por verlo asomar por la puerta de la choza.
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